lunes, 6 de enero de 2014

Culpa

Había ocurrido otra vez. Era viernes por la noche, como de costumbre. El viscoso y rojo líquido aún goteaba desde el filo.
La observé. Tentadora, indefensa. Sus curvas eran perfectas. Era hermosa, incluso tras haberla acuchillado. Siempre elegía a las más hermosas y adornadas. Me gustaban esos colores intensos y artificiales con los que se volvían más bonitas y atractivas para los clientes.
Rememoré los instantes previos. Ocurría siempre de la misma forma. Cuando el anochecer se acercaba, la tristeza se apoderaba de mí. Luego se volvía una ansiedad insoportable. Y sólo había una cosa que la calmaba: saciar ese deseo incontenible que me hacía subir al automóvil y salir a buscarlas.
Sabía bien dónde hacerlo, esa era la parte más fácil. Siempre tomaba las mismas calles. Luego, sólo se trataba de un corto intercambio de palabras, la correspondiente transacción monetaria y casi al instante ya las tenía dentro del automóvil.
Lo difícil era el regreso. La ansiedad me carcomía y cada semáforo era una tortura insoportable. Entonces las observaba lascivamente. Las imaginaba despojadas de todas esas envolturas vulgares y coloridas, y rendidas al filo de mi cuchillo. Anhelaba el momento en el que podría mancillar su perfecta belleza.
Y ese momento había llegado una vez más. Era un instante fugaz, donde el tiempo se detenía. Entonces eran mías por completo, ya nadie más podría poseerlas, no podrían volver a mostrarse a la espera de otro cliente.
Pero el ritual apenas comenzaba. El momento más deseado y profano había llegado.
Volví a usar el cuchillo. Lo hundí con fuerza. Corté con desesperación y luego, con mis manos desnudas, arranqué un trozo de mi víctima. Lo contemplé por un instante a la altura de mis ojos. Y sin más preámbulos, me lo llevé a la boca.
¿Qué pensarían mis vecinos al verme así? ¿Me reconocerían con esta expresión desencajada, masticando con desesperación, con el rostro manchado de rojo?
Seguramente no, pero ninguno de ellos sabía de mis rituales. Siempre había sido cuidadoso, sabía esconder las pruebas. Ningún vecino sospechaba al verme pasar por los pasillos y saludar sonriente mientras cargaba mis bolsas de residuos. Ninguno tenía la suspicacia suficiente para examinar esas bolsas y descubrir los despojos dejados por mis condenables acciones.
Me detuve. La cordura volvió a mí, arrancándome del paraíso. Había prometido no volverlo a hacer. Pero ese placer infernal era más fuerte que yo.
Mi víctima mutilada, muda ante mí, parecía gritar en mi mente, insultándome por mi debilidad. Quise tomar otra vez el cuchillo y seguir. Pero no pude. Miré mis manos manchadas. Me las llevé al rostro y rompí en llanto. No sé cuánto tiempo pasó hasta que logré calmarme. Respiré profundo. Era culpable, pero ya estaba hecho.
Recuperé el valor, tomé el cuchillo y se lo clavé, dispuesto a seguir devorándola. Comería hasta saciarme. Ya nada más importaba.
Después de todo, la dieta la podría comenzar el lunes. Nada me gustaba más que aquellas endiabladas tartas de fresas. 






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