Como si esperara un milagro, Andrea posó su mano sobre la frente de Oscar, confirmando, una vez más, la ineludible verdad.
El hombre estaba ardiendo de fiebre. El sudor le bañaba todo el rostro.
Pálido, con los labios temblorosos, la expresion vacía y los párpados
entrecerrados, su entrecortada respiración era cada vez más tenue e
inaudible.
Estaba agonizando, al igual que el ánimo de Andrea. Y al unísono con las
esperanzas que la muchacha aún se empecinaba en albergar.
Arrodillada a su lado, mientras intentaba olvidar su propio dolor, la
joven se esforzaba por ahogar el llanto que le atenazaba la garganta. No
podía creer que luego de tantos meses juntos, escapando de tantos
peligros, todo estaba por terminar allí. Y de esa forma.
Oscar, sentado en el suelo, con la espalda contra la pared, se sentía
tan debilitado que apenas podía sostener el peso de su cabeza. En su
interior, un febril infierno lo devoraba, mientras su mente era
arreciada por un torbellino de pensamientos y vacíos que se
entremezclaban de forma intermitente.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantener la cordura, trató de
recordar el día que había conocido a Andrea. Parecía que había pasado
una eternidad desde aquél entonces.
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Los postes que flanqueaban la ruta pasaban uno tras otro frente a los
indiferentes ojos de la joven, mientras observaba tras el cristal de la
ventanilla. Un transcurso monótono que era acorde al mutismo que la
embargaba y al vacío que gobernaba en ese momento sus pensamientos.
A su lado, el hombre que acababa de rescatarla no dejaba de hablar
mientras conducía. Parecía conocer varios lugares y tener muchas ideas
acerca de adónde ir, considerando cada opción al detalle de sus pros y
contras. Pero ya hacían varios kilómetros que ella había dejado de
escucharle.
—Te he hecho una pregunta... —dijo él, con la suficiente vehemencia para sacarla de su estupor.
Ella se volvió hacia el hombre con el rostro impávido. Pero permaneció silenciosa, observándolo con frialdad.
—¿A dónde crees que nos conviene ir? —repitió la pregunta que le había hecho.
La joven se incorporó de súbito, quitándose la máscara de inexpresividad
para mostrar la incontenible furia que en verdad la dominaba: —¡No
importa! ¡Ya nada importa! ¿No lo entiendes? ¡Todos mis seres queridos
están muertos, lo he perdido todo! ¡Todo! ¡Detén el automóvil ahora
mismo, déjame aquí! ¡Déjame morir aquí!
Oscar frenó al instante. Bajó del vehículo y rodeándolo abrió la puerta
del lado de Andrea: —Baja ahora si quieres... –dijo con frialdad.
Ella no reaccionó.
Oscar la tomó del brazo y la sacó del auto. Tomándola con firmeza por
los hombros la miró directo a los ojos. Con dura expresión observó el
rostro surcado de lágrimas de la muchacha y dijo una palabras que ella
nunca más olvidaría. Unas palabras que eran la fiel representación de la
filosofía que parecía guiar cada acto que Oscar realizaba.
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—Arde... la fiebre arde como el infierno —dijo él, apenas un balbuceo surgido de sus labios entreabiertos.
Andrea se cubrió el rostro con ambas manos para reprimir el llanto.
Cuando pudo mantener cierta calma, levantó la mirada, se aclaró la
garganta y dijo con tanta seguridad como le fue posible: —No temas, todo
va a estar bien...
Se arrepintió al instante de sus palabras, que le sonaron absurdas y fuera de lugar ante esa situación.
—No, nada estará bien. Ahora lo entiendo... el hambre. El hambre de
carne y sangre... ahora lo entiendo —dijo Oscar, apartando el rostro,
como si con eso pudiera evitar que ella lo viera en el estado en el que
se encontraba.
Andrea se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano: —No hables, Oscar, descansa... —dijo con la voz entrecortada.
—No. Debes irte ahora mismo. Déjame aquí, tienes que seguir adelante.
¡Ya vete! ¡Es peligroso que te quedes conmigo! —respondió él, tratando
de abrir los parpados y mirarla a los ojos.
El corazón de Andrea dio un vuelco al contemplar la mirada perdida y
debilitada de Oscar. Toda la fortaleza y vitalidad que acostumbraba ver
en su mirada parecía haberse extinguido para siempre.
—No. No hay peligro, no hay nada que temer. Me quedaré aquí, lo sabes.
No hay nada que pueda apartarme en este momento de tu lado. Estaré
aquí... hasta el final.
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—Déjame, seré un estorbo –dijo ella, tratando de contener la impotencia
que sentía. Una impotencia que era más grande aún que el dolor que le
subía desde la pantorrilla tras lastimarse en la huida.
—Sabes que no lo haré. No hay nada más que decir —sentenció Oscar de
manera terminante, mientras observaba la horda de no-muertos que
golpeaba los cristales.
—Ese escaparate no resistirá mucho más. Si no piensas escapar sin mí, es
mejor que hagamos algo y rápido —dijo ella, mientras bajaba la
botamanga de su pantalón, tras observar el estado de su herida.
—¿Cómo está tu pierna? —preguntó él.
—No está fracturada. Sólo un desgarro, supongo. Puedo caminar. Pero dudo
que pueda correr —contestó ella, mientras desenfundaba su pistola y le
quitaba el seguro.
—Bien. Tendremos que arriesgarnos por la puerta trasera. No podemos perder más tiempo.
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—No quiero que me veas morir... —dijo Oscar con un hilo de voz—. Ya no hay tiempo. Es el momento de terminar con esto.
Muy a pesar de sí misma, Andrea sabía que él tenía razón. Le acarició el rostro, rompiendo en llanto
—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó ella con voz trémula, deseando en el fondo de su corazón que él respondiera que no.
—No, no quiero que cargues con esto. Lo haré yo mismo. Ahora, mientras
todavía tengo fuerzas. Lo que quiero es que salgas de aquí. Busca la
forma de escapar. Sé que lo lograrás...
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Bajo la penumbrosa luz del atardecer, miraban temerosos a uno y otro
lado del callejón. Parecía desierto, pero toda la ciudad se había
mostrado con esa engañosa fachada de quietud desde el momento en que
habían arribado a ella.
Una ciudad fantasmagórica y silenciosa. Al menos hasta que una multitud
de no-muertos había aparecido como de la nada, cuando ya era demasiado
tarde para volver atrás, obligándoles a buscar refugio en una pequeña
tienda abandonada.
De repente oyeron el estrepitoso sonido de los cristales del escaparate
al romperse. Entonces apresuraron el paso. Andrea resistió el dolor en
su pierna al punto de lo inimaginable para poder seguir el ritmo de la
presurosa marcha de Oscar.
Tratando de hacer el menor ruido posible, avanzaron hasta detenerse en
una esquina. Él se asomó a observar el panorama que había tras el
recodo.
—No podremos volver al automóvil. Está lleno de esas cosas, sería imposible pasar entre tantos —dijo en voz baja.
—Y aquí es una muerte segura —exclamó ella contrariada, mientras
señalaba a los primeros no-muertos que asomaban por la puerta trasera de
la tienda.
—Tendremos que arriesgarnos y tratar de encontrar un mejor refugio.
—dijo él, tomándola del brazo e instándola a recobrar la marcha.
Con las armas prestas, se apresuraron a lo largo de una callejuela que
se abría delante de ellos, poniendo toda su confianza en lo que la
suerte les tuviera deparado.
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Andrea respiró profundo. Desenfundó la pistola que pendía en su cintura y
con suavidad la puso entre las manos de Oscar. Acercó su rostro hacia
él, cerró los ojos y le dio un beso en la frente, a modo de despedida.
Cuando se retiró, notó que Oscar tenía los párpados cerrados y
temblorosos.
La joven ahogó la angustia que colmaba su pecho y se puso de pie, alejándose vacilante, con su pierna aún dolorida.
A apenas un par de metros del hombre, se apoyó sobre un escritorio, sin
dejar de observar a Oscar y permitiéndose por fin llorar abiertamente.
No podía creer que todo lo vivido juntos estuviera a punto de terminar
de esa forma.
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—¡No te detengas! ¡No mires atrás! —gritaba Oscar detrás de ella.
Corriendo tan rápido como el dolor de su pierna le permitía, Andrea se
dirigía al edificio que tenía delante. Una construcción que parecía un
complejo de oficinas. Quizás muy ruidoso y transitado en otro momento,
ahora era sólo una enorme construcción silenciosa y oscura.
Detrás de ella resonaron varios disparos, entremezclados con los gemidos
inagotables de los no-muertos. El aroma putrefacto, al que nunca se
había podido acostumbrar, inundaba todo el ambiente mientras más y más
de las pútridas figuras aparecían desde cada rincón de las sucias
calles.
La joven tropezó a pocos metros de la puerta del edificio. Una puerta de
doble hoja de vidrios polarizados. Se incorporó con rapidez, al tiempo
que la mano de su compañero la asía con fuerza y la arrastraba hacia el
edificio. Con una fuerte embestida de su hombro, Oscar abrió una de las
hojas de la entrada.
Ambos cayeron estrepitosamente sobre el suelo cubierto de papeles y
polvo. Los no muertos se acercaban y Andrea se incorporó con presteza.
Se apresuró a contener la puerta con todo el vigor que le quedaba. Oscar
arrastró el pesado escritorio de la recepción para bloquear la entrada.
Una vez contenidas las puertas se apresuraron a apilar algunos muebles
que encontraron en el lugar. Formaron así una barricada tan sólida como
les fue posible.
—Debe haber otros aquí dentro. Debemos encontrar la forma de escap...
Oscar no terminó su frase.
Lanzó un grito, mientras forcejeaba con un no-muerto que de repente
había aparecido y se le había arrojado encima, sin darle tiempo a
reaccionar. Andrea trató de apuntar al engendro, sin atreverse a
disparar por temor de herir a Oscar en medio del forcejeo.
Tras unos segundos eternos, el hombre logró empujar al no-muerto,
arrojándole al suelo. Al instante un certero disparo de la joven le
horadó el cráneo. Apenas un espasmo y la criatura dejó de moverse. En
otro momento había sido una joven mujer. Aún tenía puesto su uniforme
azul de recepcionista.
Andrea se acercó a Oscar. El hombre estaba con una rodilla hincada en el
suelo, agitado. Una mancha de sangre le había empapado la ropa en la
zona del hombro.
—No... —exclamó ella. Luego se cubrió la boca con la mano, como si con ello pudiera negar lo que había ocurrido.
—No te acerques... me ha mordido. Aléjate... ¡Aléjate! —gritó Oscar, cayendo de espaldas al suelo.
Andrea hizo caso omiso de sus palabras. Se acercó a él y hurgando entre
su ropa revisó su hombro. Tenía una profunda mordida a la altura de la
clavícula.
Las lágrimas rodaron por su acongojado rostro, mientras Oscar evitaba
mirarla a los ojos. Afuera, la horda de no-muertos golpeaba las puertas
con fiereza. Sus gemidos hambrientos eran más fuertes, tal vez excitados
por el aroma de la sangre recién derramada.
—Levántate –dijo ella con tono firme, pasando el brazo de él sobre su
hombro—. Tenemos que encontrar un lugar seguro para que descanses.
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Andrea apartó la vista cuando Oscar llevó la pistola a la altura de su
sien. No se sintió con la fortaleza para presenciar ese instante. Cerró
los ojos con fuerza y aguardó.
El disparo sonó estrepitosamente, haciendo retumbar la habitación. Sin
embargo, Andrea pudo percibir con claridad el sonido de la bala
atravesando y destrozando el hueso.
En ese instante lanzó un grito y se dejó caer el suelo estallando en un
incontenible llanto. Su mano se posó instintivamente sobre su pierna. La
sangre le brotaba a borbotones desde la destrozada rodilla, formando un
charco a su alrededor.
Retorciéndose en el suelo por el dolor, lanzó un nuevo alarido. Haciendo
acopio de valor, estiró los brazos y apoyó las manos sobre el suelo,
tratando de incorporarse. Pero fue en vano y se dejó caer nuevamente.
Cuando pudo abrir los ojos, vio a Oscar. Aún estaba apuntándole con el
arma. Los dedos tiesos del hombre se aflojaron, dejando caer la pistola.
Sus ojos estaban abiertos, cubiertos por una capa grisácea, carentes de
expresión.
Sin comprender lo que estaba ocurriendo y llena de horror, vio cómo el
hombre se incorporaba, con movimientos lentos y espasmódicos. Una vez de
pie, en una pose trémula y encorvada, movió las piernas y caminó
acercándose a ella. Con paso lento y tembloroso, su rostro se fue
transformando en el de un depredador feroz y hambriento.
— ¿Por qué? ¡¿Por qué?! — gritó la joven, arrastrándose y resbalando con
su propia sangre, sin apartar la vista de los ojos deshumanizados de
Oscar.
Trató de alejarse de él, pero fue inútil. Oscar se abalanzó de súbito, cayendo sobre ella con todo el peso de su cuerpo.
Intentó quitárselo de encima, pero el dolor y la creciente debilidad no
le permitieron resistir mucho tiempo. El rostro lívido de Oscar se
acercó, carente de aliento, con la boca babeante y abierta de forma
antinatural.
Andrea lanzó un fuerte grito mientras los dientes se le hincaban en la
base del cuello. Sintió cómo su carne le era arrancada una y otra vez
por las fuertes y desesperadas dentelladas. Comenzó a perder la noción
de su propio cuerpo. Los sonidos se le hicieron distantes hasta
apagarse. La visión se le nubló.
Y luego sobrevino la oscuridad.
Andrea recordó entonces aquellas palabras que Oscar le había dicho el
día que lo conoció, luego de sacarla del automóvil: “Nada será lo mismo
de ahora en más, pero mientras luches por sobrevivir, siempre habrá una
esperanza. No importa a qué precio”.
Unas palabras que la habían convencido en su momento, que le habían
permitido seguir adelante. Palabras que Oscar había mantenido con
firmeza durante todo el tiempo que lo conoció y compartió con él.
Incluso en la muerte él había sido fiel a sus creencias.
Andrea dejó resonar estas palabras una vez más en su mente, mientras
perdía el conocimiento. Lentamente su consciencia se fue desvaneciendo,
hasta caer, por fin, en el silencioso vacío.