sábado, 9 de marzo de 2013

La Reina Oscura

Presentado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Cuento Infanti Alternativo II"

Entró en la habitación, dejando que su verde vestido de seda ondeara sutilmente con cada paso. Su andar etéreo y su níveo rostro angelical contrastaban con la ferocidad de su mirada: el fuego apasionado de un depredador que vuelve de la cacería.
Afuera, la lluvia repicaba sobre el pavimento del Boulevard des Capucines, acompañado del sonido de cascos y ruedas de los lujosos carruajes que se detenían a las puertas del Hôtel Saint-Gabriel. Pero en el interior de la suite, con sus paredes empapeladas de rosa y dorado, todo era quietud.
Se acercó a la cama con dosel que dominaba la habitación, ataviada con sus fastuosas colgaduras de fina seda. Estaba cubierta de muñecas, todas ellas iguales, y hechas con una maestría que ni la más hábil mano mortal hubiera sido capaz de igualar.
Y, en medio de esas muñecas inmóviles, se encontraba la muñeca más perfecta de todas: una niña de piel sedosa, con el cabello dorado y lleno de rizos, adornado por innumerables lazos. Sentada en total quietud, sus claros ojos azules se perdían con indiferencia en el vacío que parecía encontrar en la ventana abierta de la alcoba.
La mujer se sentó al borde de la cama y su mirada perdió el brillo depredador para llenarse de ternura. Como siempre lo hacía, le acarició el cabello a la niña, admirándola con devoción.
—Te has demorado demasiado esta vez, Madeleine —dijo la pequeña.
La mujer la siguió observando, absorta, perdida en sus propias y profundas sensaciones, como si no la hubiera escuchado.
—Cuéntame de tu cacería, cuéntame de tu última víctima. Casi puedo ver el reflejo de su muerte grabado en tus ojos —la voz surgió casi inaudible de los diminutos labios rosados de la niña.
La mujer le sonrió levemente, una sonrisa hueca y demencial, luego desvió la mirada, apesadumbrada, y entonces abrió los ojos y comenzó a reír.
—Era joven y hermoso, y su garganta tan frágil que se me deshizo entre los dedos antes de que sus ojos se apagaran. Siempre es así.
—No, no siempre. Ahora te pareces a él, sintiendo pena por los mismos mortales que desangras y de los que te alimentas —respondió con frialdad la niña.
Madeleine volvió los ojos a ella, y luego la abrazó con fuerza.
—No, no me parezco a él. Yo estoy aquí, siempre estaré aquí para ti, Claudia. Como una reina protegiendo a su pequeña princesa…
Los ojos de la mujer enrojecieron, y dos hilos sanguinolentos rodaron al unísono por sus mejillas pálidas.
—Siempre seré tu niña, eterna, imperecedera… —susurró Claudia para sí misma, con un tono amargo que parecía rugir en ese lejano fondo del pozo que era su alma.
Madeleine se apartó un poco, observándola con una expresión que la hacía ver como una efigie de melancolía esculpida en mármol blanco.
La niña volvió sus ojos hacia la mujer. Su piel de porcelana se contorsionó levemente: —No sufras, Madeleine, siempre seré tu princesa, la más perfecta de las muñecas —respondió con tono gélido—. Te contaré una historia para que abandones esa tristeza. Una historia sin luz del sol, sin sonrisas, ni arco iris.
La euforia transformó la apesadumbrada expresión de Madeleine. Entusiasmada con la idea de una historia, se levantó de la cama con un movimiento rápido y elegante. Apenas se mecieron los largos bucles rojizos de su cabellera mientras danzaba dando unos giros, como bailando con su propia sombra.
Claudia la observó con cierta fascinación momentánea, luego bajó de la cama, alisando los pliegues de su diminuto vestido de seda amarilla: —Escúchame con atención, Madeleine, te contaré una historia como ya no puede leerse en ningún libro.
Madeleine sonrió tiernamente, se envolvió a sí misma, como si se abrazara, y se sentó en una pequeña mecedora que no hizo el menor movimiento ni sonido al recibirla.
Claudia entonces comenzó a relatar: —Érase una vez, en un reino lejano, un bosque gigante donde nunca salía el sol. Era un bosque mágico donde habitaban todas criaturas que aman la oscuridad.
»En medio de ese bosque había un castillo oscuro, tan oscuro como la noche cuando no hay luna. Y en ese castillo vivía un hada. Pero no cualquier hada: era la reina de todas las hadas. Protegía a todos los seres del bosque, los grandes y los pequeños, a plantas y animales, a duendes y apariciones.
»Su nombre nadie lo conocía, y puede que hasta ella misma lo hubiera olvidado luego de tanto tiempo de vivir en ese bosque viejo como el mundo. Todos la conocían, simplemente, como la Reina Oscura.
»Todos vivían en paz en el bosque, y amaban a su reina.
»Cada noche ella subía a la más alta de las torres de su castillo, y desde allí hablaba con la luna y las estrellas, o con el cielo azul oscuro las noches que la luna decidía descansar y no mostrarle su cara al mundo.
»Pero ocurrió, en una ocasión, que el miedo apareció entre los seres del bosque, porque algunos de ellos comenzaron a desaparecer de forma misteriosa.
»La Reina se preocupó, y de inmediato decidió consultar a su espejo mágico.
Claudia detuvo su relato. Madeleine se había puesto de pie, acercándose a un gran espejo que había en la suite. Se observaba como si fuera la primera vez que veía su reflejo. Sus dedos se acercaron con una rapidez sobrenatural a la pulida superficie, apenas rozándola. Abrió su boca levemente, y observó la punta de sus afilados colmillos con cierta fascinación.
Claudia se acercó, esperó un instante, y cuando notó que Madeleine la observaba a través del reflejo y volvía su atención a ella, prosiguió: —Entonces el espejo respondió con una imagen. En ella aparecía una jovencita, a la que apenas se le veía la cara debajo de una maraña de pelos revueltos y oscuros.
»La muchacha estaba frente a un caldero enorme que revolvía con una cuchara de madera tan grande que apenas podía manejar.
»—Alas de murciélago y cola de escorpión… escamas de serpientes y orejas de ratón… —murmuraba mientras revolvía y echaba cosas al caldero.
»La muchacha estaba haciendo un conjuro, y cuando un vapor verdoso salió del caldero, usando el gran cucharón, sacó un poco del líquido y lo bebió.
»Entonces la envolvió una luz azulada. El cabello se le volvió dorado, la piel sonrosada, las mejillas rojas como manzanas maduras, y los ojos azules como el cielo sin nubes.
»La reina, triste y enfadada por lo que había visto, llamó a una de sus gárgolas para que buscara a la joven.
»Su fiel sirviente voló por todo el bosque durante mucho tiempo hasta que logró encontrar la casa de la muchacha, la vigiló para ver todo lo que ella hacía y volvió al castillo de la Reina.
»—Vive cerca de los límites del bosque, Alteza. Tiene hechizados a siete enanos regordetes y barbudos a los que obliga a perseguir y secuestrar a los seres del bosque —dijo la gárgola.
»La Reina entonces decidió poner fin a las travesuras de la muchacha. Ella también sabía de hechizos, como todas las hadas, y tomó su propio caldero para hacer un conjuro.
»Primero lo llenó con agua de una fuente a la que nunca había tocado la luz, ni siquiera el reflejo de la luna. Luego echó raíces negras. También le pidió a un cuervo que mojara la punta de las plumas de su cola en el caldero. Luego hizo que su propia sombra se bañara en el brebaje para oscurecerlo aún más, y al final, pinchándose el dedo con una aguja de oro, dejó que unas cuantas gotas de su negra sangre cayeran en la pócima.
»Luego tomó una manzana y la sumergió unos segundos. La manzana primero se oscureció, y luego se volvió roja y brillante. Entonces la colocó en un canasto lleno de otras manzanas. Juntó algunas sombras y se hizo una capa con ellas, cambió su bello rostro por el de una anciana arrugada, y marchó hacia la casa de la joven.
—Una capa… —interrumpió la voz de Madeleine, con un tono risueño, mientras se envolvía con un lienzo rojo que colgaba del dosel, simulando una capa con caperuza, y alzando un canasto de juguetes, emulando a la Reina disfrazada.
Con una media sonrisa, Claudia retomó el relato: —Los enanos estaban en el bosque en ese momento, y la Reina disfrazada de vendedora ambulante tocó la puerta de la cabaña.
»—¿Quién llama a mi puerta?—preguntó con voz tímida la muchacha, observando por la puerta entreabierta.
»—Soy sólo una vendedora de manzanas, pequeña. ¿Te gustaría probar una de mis manzanas? —respondió la Reina.
»La jovencita abrió enseguida, tentada por la fragancia que desprendía la canasta, y la Reina le ofreció una manzana, la más roja y brillante de todas: —Esta es muy especial, es una manzana mágica que te mantendrá joven y hermosa por años.
»Al escuchar estas palabras, la muchacha abrió los ojos de alegría, y sin perder tiempo, tomó la manzana y le dio un mordisco.
»Al instante cayó desvanecida sobre el suelo. La Reina entonces entró en la cabaña, buscando y liberando de cada rincón a los seres del bosque que la joven tenía atrapados.
»Entonces la Reina y los liberados salieron de la cabaña, y vieron a la muchacha aún en el suelo. Sin su poder, ahora su piel no era sonrosada, sino blanca como la nieve, su pelo dorado negro como el ébano, y sus labios rosados eran rojos como la sangre. Y con este cambio en ella, todos los seres del bosque recuperaron las partes que habían perdido: los murciélagos sus alas, los escorpiones sus colas, los ratones sus orejas, las serpientes sus escamas.
»Llegaron entonces los enanos, ya despiertos del hechizo. Pero al ver a la muchacha reconocieron a la jovencita que había llegado al bosque tiempo atrás buscando refugio. Y lloraron porque no pudieron despertarla.
»Conmovida por la tristeza de los enanos, la Reina les dijo que fabricaran un ataúd de cristal para la joven y que así la trasladaran a su castillo.
»Una vez en el castillo, la Reina deshizo el conjuro y revivió a la muchacha, que arrepentida pidió perdón a la Reina, a todo el bosque y a los enanos por lo que había hecho.
»Entonces la joven le contó a la Reina que había huido de su hogar porque todos se burlaban de su piel de nieve, de su cabello de ébano y sus labios rojos como sangre, porque decían que los príncipes se enamoraban de las jóvenes de cabello brillante y piel sonrosada, y que tal y como era ningún príncipe iba a elegirla como esposa. Entonces había aprendido los conjuros para ser hermosa, y así algún día poder volver a su reino y conquistar el corazón de algún príncipe.
»Al escuchar esta historia, la Reina se quitó su disfraz, y la jovencita vio que la Reina era como ella, con la piel blanca, el cabello negro, y los labios rojos, y era la dama más hermosa que ella hubiera visto jamás.
»La Reina entonces le preguntó si deseaba quedarse en el bosque, y la muchacha al ver la belleza de la Reina y de todas las criaturas del bosque, respondió que sí, porque la oscuridad desde aquél momento le había parecido más hermosa que cualquier cosa que hubiera deseado antes, y ya no le importó volver a su antiguo reino ni conquistar el corazón de ningún príncipe.
»Entonces la Reina la transformó en un hada, y la bautizó con un nuevo nombre, olvidando el nombre que había tenido como humana. Desde entonces, la nueva hada sería llamada Blancanieves, y viviría feliz por siempre en el bosque, con todos los seres de la noche.
Madeleine se había recostado lánguidamente en el suelo, con Claudia sentada a su lado: —Creía que siempre había un príncipe en los cuentos de hadas.
Claudia negó con la cabeza, con una expresión inocente que en nada coincidía con su mirada, unos ojos colmados de una ancianidad que parecía haber contemplado mil mundos.
—Se supone que el príncipe era quien la despertaba… —volvió a hablar Madeleine, mientras se incorporaba, y volvía su mirada pensativa hacia la ventana abierta y las cortinas que se mecían por el viento.
—Los príncipes no siempre están cuando se los necesita —comentó Claudia, sonriendo con cierta malicia, observando las misma cortinas fijamente, como si tratara de ver las formas fantasmales que se dibujaban en la suave ondulación de las telas.
—¿Y dónde estaría entonces ese príncipe? —dijo la mujer.
—Tal vez en el bosque equivocado, perdido en un laberinto de calles oscuras y angostas, lamentando su eterna melancolía bajo la lluvia. O perdiendo el tiempo en algún teatro sórdido y decadente —contestó Claudia, perdiendo la sonrisa, hundiendo el rostro y ocultando su corazón en un lugar al que tal vez ni ella misma era capaz de acceder.
Casi al instante, Claudia extendió los brazos hacia Madeleine, al punto de parecer una verdadera niña buscando la protección de una madre, negando por un momento la monstruosa realidad que habitaba entre su cuerpo y su alma.
El sueño diurno se acercaba. La mujer se irguió y la tomó entre sus brazos, acunándola tiernamente. El rostro de Claudia se inmovilizó cuando la alzó, una mascara de muerte tallada en su tez pálida y brillante, con los ojos prietos y el cuerpo rígido.
La llevó a una habitación contigua. Tres ataúdes aguardaban allí, cada uno de un tamaño distinto. Se paseó frente a ellos con la niña entre los brazos, como si dudara en cual de los ellos recostar a la criatura de rizos dorados. Finalmente la llevó al más pequeño, y luego que sus fríos labios sellaran su sueño con un beso en la frente, la cubrió con la tapa del féretro, dejándola en el estrecho y cerrado espacio de negrura.
El sopor estaba también invadiendo a Madeleine. El sol se acercaba, insinuado como una fina línea violácea en el horizonte. Entonces se recostó en su propio ataúd, justo al lado de Claudia. Acomodándose al estrecho espacio, bajó la pesada tapa.
Poco antes de rendirse al ensueño fatal, oyó unos tenues pasos. Los imperceptibles pasos de un vampiro, que sólo otro vampiro era capaz de percibir.
—Tal vez sea un príncipe… —pensó Madeleine, justo antes de volverse una belleza durmiente envuelta en seda funeraria.
Pero el pensamiento se esfumó tan pronto como la rigidez se apoderó de su cuerpo. Dentro del ataúd, lo único que existía era la protectora mortaja de oscuridad que suavemente la envolvía. 


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