jueves, 31 de enero de 2013

Lo que yace en el Vacío

Presentado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Viajes en el Tiempo I"

Los pilares derruidos parecían despiertos una vez más, tras siglos de sopor, observando con maliciosa atención al caminante encorvado que pasaba entre ellos. Arrastrando sus pies, el encapuchado ascendía por los peldaños arenosos y desgastados, rodeado de aquél reinante silencio sobrenatural.
Una túnica de Sacerdote de la Sombra le envolvía, un ropaje negro temido hasta en los más alejados confines del mundo, atuendo que usaba a modo de blasfemia desafiante contra esa orden que había abandonado varios años atrás. Na’Ntak era el nombre del impío, sacrílego entre sacrílegos, cuyo corazón era casi tan maléfico como ambicioso de poder y conocimientos.
Largo había sido el peregrinaje que había emprendido, desafiando los peligros innombrables del Tres Veces Maldito Desierto de Murtaj. Siete habían sido los sellos que había tenido que derribar en ese laberinto de arena e invisibles velos mágicos, recitando encantamientos olvidados en el mundo de los vivos.
El cielo se había ido oscureciendo con cada sello derribado, adoptando un creciente tono purpúreo. Al final del último sello todo el cielo se había vuelto morado. Un tono enfermizo que amenazaba con derramarse como lluvia sanguinolenta sobre aquél mar de arena.
Pero no había amenaza que detuviera la voluntad de Na’Ntak, mucho menos ahora que tenía frente a sí aquello que con tantos peligros y pesares había logrado encontrar.
Una roca de proporciones descomunales era lo que había al final de los escalones. De un oscuro color gris y semienterrada en el desierto, parecía un astro caído de los cielos.
Tallada sobre la superficie, una negra abertura hacía las veces de entrada, recortada sobre el pétreo gris. El umbral del Templo Sin Nombre, excavado y esculpido en el interior mismo de la gran roca. No quedaba ninguna civilización que guardara algún conocimiento de su origen, y Na’Ntak había tenido que buscar indicios de su ubicación en lugares tan nefastos como las Catacumbas de Kerthan, hogar de necrófagos y otras nauseabundas criaturas.
Pero sus esfuerzos, al final, habían rendido sus negros frutos.
Na’Ntak se detuvo cuando llegó frente a la abertura. Levantó sus brazos, haciendo unos ademanes en el aire, mientras recitaba un ensalmo de protección aprendido de los monjes sin rostro de Ib-Taer. Luego observó las fauces que aguardaban. Parecían darle un macabro recibimiento, exhalando un tenue e imperceptible halo de oscuridad.
Fue entonces cuando apareció. Primero un zumbido, como el aleteo de los insectos sobre las inmundicias. Y luego otro sonido, extraño y lejano, similar al tañido de una flauta. Se sostuvo un instante, más cercano a su mente que a sus oídos, estridente y melancólico. Y luego desapareció.
Un temor ancestral, instintivo, distinto a cualquier otro sentido antes, le invadió. Luego de haber recorrido los más execrables lugares de la Tierra, Na’Ntak estaba sorprendido a la vez que sobresaltado. Aún había algo, tan desconocido como deseado, que lograba estremecerle. Una sonrisa de desafiante satisfacción se esbozó en su sombrío rostro, mientras un impulso creciente le instaba a avanzar.
Ingresó con recelo, al tiempo que la oscuridad del interior, como un séquito de sombras fantasmales, le recibía agolpándose a su alrededor. Caminó con paso cauteloso, enfocando su visión sobre las altas paredes del corredor que se hacía más ancho conforme avanzaba. Incluso con sus penetrantes ojos, capaces de horadar cualquier negrura, era incapaz de ver con nitidez los inquietantes símbolos tallados en los muros.
El largo recorrido parecía interminable, pero sabía que no era prudente avanzar con mayor rapidez. Finalmente alcanzó un recinto dentro del templo, una cámara circular. Varios altares se alineaban sobre las paredes, tallados sobre materiales inidentificables a la distancia. Pero no se detuvo a observarlos, como hubiera hecho en cualquiera de sus anteriores profanaciones. Por el contrario, se encaminó hacia la abertura al final de la sala, desde donde provenía una tenue luz violácea que reconoció como la mortecina luminosidad del cielo desértico.
Avanzó hasta atravesar el umbral, y el horror lo petrificó cuando vio lo que había al otro lado del mismo.
Un enorme hueco circular, un abismo insondable abierto hacia las profundidades del mundo. Un promontorio se extendía desde la abertura hasta el centro del pozo, como una lengua gigantesca. Los muros rodeaban todo el lugar extendiéndose hacia lo alto y abiertos hacia el firmamento, como si se tratara del descomunal cráter de un volcán.
Pero lo que le paralizó de horror no era la magnitud de esa grieta, ni el promontorio, ni las paredes circundantes, ni el cielo sanguinolento que palpitaba en lo alto. Tampoco la insondable profundidad del pozo. Lo que le había aterrado eran las monstruosidades que pendían sobre los muros.
Tres deidades colosales, más grandes que cualquier ídolo que hubiera contemplado en los muchos peregrinajes por el mundo, por lugares tan sagrados como sacrílegos. Tallados directamente en la roca, colgaban con sus torsos y cabezas a la vista y sus partes inferiores perdiéndose en la negrura abismal.
Na’Ntak observó con detenimiento a esas tres criaturas pretéritas. Una a su diestra, otra a su siniestra y la tercera al frente. Horrorosas por su magnitud, eran aún más horrendas por sus aspectos.
Una de ellas parecía envuelta en túnicas andrajosas, y por cabeza tenía una esfera deformada y cubierta de una multitud de ojos entrecerrados, dispuestos sin orden alguno sobre la superficie. Unos brazos descarnados surgían de entre el ropaje, con unas garras raquíticas y siniestras dispuestas hacia abajo, que parecían invocar a las sombras de las profundidades. La otra aparecía con el torso desnudo, carcomido y con las costillas expuestas. Su cabeza era un amasijo execrable de pólipos colgantes. Una boca monstruosa de dientes agudos se abría en medio de aquellos colgajos, y sus brazos macilentos se elevaban hacia el cielo, como si reclamara algo al firmamento para sus fauces hambrientas. Y el último, justo frente a sí, parecía envuelto como una momia con unos vendajes rotosos. Su cabeza era un globo hinchado, con dos amasijos de tentáculos saliendo desde donde deberían estar los ojos, y una boca de dientes enormes y apretados, sin mandíbula inferior. Uno de sus brazos apuntaba al cielo, mientras que el otro apuntaba al abismo a sus pies.
Cuando pudo salir de la fascinación que le causaban esas ciclópeas esculturas, Na’Ntak avanzó sobre el promontorio, notando más adelante un monolito rústico, elevado como un altar justo al borde del abismo. Unos signos blasfemos recibieron a sus ojos cuando los posó sobre la negruzca piedra. Y la misma vibración apenas audible de antes creció a medida que se acercaba.
Susurró unas palabras arcanas, ensalmos de protección para resguardar sus pensamientos y ocultar su poder, atento a cualquier emanación mágica que pudiera surcar el aire. Con ambas manos, sus dedos se acercaron con sigilo hacia la rugosa superficie de la roca, tratando de percibir la naturaleza de su vibración.
Entonces el sonido de la flauta lejana volvió a aparecer. Su mente se nubló. Sus manos se abalanzaron contra su voluntad, aferrándose con estrepitosa violencia a la piedra. Trató de liberarlas, pero el poder que estaba dominándolo no se parecía a nada que hubiera conocido antes. El horror se adueñó de su alma. Su cuerpo se convulsionó mientras los ojos se le volvían ciegos y creyó ver, justo un instante antes de caer por completo en la oscuridad, que las colosales deidades empezaban a moverse.


Un sonido estridente atravesó su mente, desgarrando su cordura. Su consciencia, a merced de una voluntad imposible de definir, comenzó a mostrar una inconcebible visión, una vastedad que trascendía cualquier concepto de tiempo y espacio que pudiera conocer, más allá de lo que entendía como realidad.
Trató de frenar el trance, pero le fue imposible, y una vastedad comenzó a mostrársele, creciendo más y más. Un vacío de proporciones descabelladas, atravesado por un silencio perpetuo y un frío glacial que le congeló el pensamiento.
Entonces apareció. Una presencia incomprensible, asentada en medio de esa vastedad, como un ser carente de verdadera esencia despertado del eterno letargo de su cripta cósmica.
Inerme ante aquella entidad, Na’Ntak sólo pudo percibirla como un punto gigantesco en medio de la Nada sin confines. Un agujero en un vacío ya de por sí imposible de comprender.
Ese ojo de vacuidad penetró en su ser con unos zarcillos de tinieblas que tanteaban con impúdica facilidad sus conocimientos y pensamientos más profundos. Todos sus deseos, conocidos y desconocidos, le fueran extraídos y expuestos. La entidad pareció destrozarlos, aglutinarlos y amalgamarlos, dándole una forma aberrante, que pronto apareció ante él.
Allí estaba su ambición, sus deseos de dominio e inmortalidad, flotando como una esfera en la negrura, una forma en la que pudo reconocer al planeta donde habitaba.
Su deseo de conocimiento de todos los secretos del mundo, su codicia de dominación, representadas en ese punto que parecía insignificante recortado sobre el gigantesco ojo de vacuidad que había detrás.
Los zarcillos de tinieblas se expandieron desde su mente y comenzaron a rodear al mundo como negras serpientes vaporosas. La Tierra comenzó a cambiar, rodeándose de un halo sanguinolento, una gangrena expandiéndose por toda su superficie.
Una llamarada la carcomió sin piedad, destrozándola, cambiando las formas de continentes y convulsionando las aguas. La Tierra se volvió una esfera incandescente, como una rojiza medusa agonizante.
La tortura del mundo le pareció interminable, tanto como la suya, y tras los últimos estertores quedó transformada en una cáscara sin vida, bañada en densos mares pestilentes.
Ese era el futuro del mundo que tanto deseaba gobernar Na’Ntak, y su deseo se le volvió endeble y pueril ante aquélla revelación. Entonces la visión se colapsó, volviendo a ponerse en movimiento.
Las eras parecieron sucederse indetenibles sobre ese mundo muerto, un enjambre de sombras la rodearon, unas entidades indefinibles, como moscas pululando sobre su cadáver.
Na'Ntak parecía encadenado a aquella visión, incapaz de detenerla, condenado a observar lo que el paso de los eones le mostraba.
Los hediondos océanos entonces se agitaron. La tierra reseca se humedeció, volviéndose verdosa y negruzca, como cubierta de moho. Y de ella comenzaron a surgir seres, gusanos eclosionando en busca de luz, liberándose al tiempo que saciaban su hambre carcomiendo la carne pútrida que los había cobijado.
Los gusanos entonces crecieron, se movieron, cambiaron de forma y evolucionaron. Algunos volaron, otros desarrollaron miembros, otros siguieron arrastrándose.
Así la Tierra se volvió a llenar de vida. Y el tiempo siguió su curso, y las formas de vida volvieron a cambiar. Nuevos seres surgieron, asquerosas criatura que comenzaron a corroer el mundo y destruir a sus demás habitantes. La Tierra se volvió a contaminar, el halo sanguinolento volvió a aparecer, tiñendo de rojo la superficie del mundo.
Entonces, tras un destello, la visión del la Tierra se esfumó, y Na’Ntak vio que la entidad del vacío se alejaba.
Pero pronto descubrió que quien se alejaba era él mismo.
Retrocedía, apartándose de ese vacío inconmensurable. Estrellas gigantescas pasaban a su lado, y luego las constelaciones que ellas formaban aparecieron frente a él, con formas que le eran por completo desconocidas. Las constelaciones luego formaron galaxias, amorfas y monstruosas, con aspectos que desafiaban todos los conceptos de forma y espacio que conocía.
Y tras aquella vastedad, el Vacío lo rodeaba todo, inconmensurable e ilimitado, con el poder de devorar toda la existencia con tan sólo cerrar sus vacuas fauces sobre el cosmos infinito.
Entonces la visión desapareció.

La vibración se hizo más intensa, y Na’Ntak sintió que volvía a atravesar el velo de las dimensiones, volviendo a lo que conocía como realidad.
Un dolor espantoso recorrió cada fibra de su ser, un frío sempiterno colándose hasta lo profundo de sus huesos y pensamientos. Una violenta convulsión lo arrojó hacia atrás, varios metros lejos del monolito.
Se recuperó tan pronto como pudo, con el pensamiento ultrajado y la voluntad desgajada. Sintió por última vez la vibración y el tañido de flauta lejano, pero pronto ambos desaparecieron. Evitó observar el monolito y los ídolos de piedra. Con sus más profundos anhelos destrozados, reducidos a la futilidad que la visión le había mostrado, ya nada tenía que hacer allí y sólo deseó huir del templo maldito.
Su encorvada figura atravesó el oscuro pasillo, tropezando varias veces en su desesperación. El frío no lo abandonaba, y cuando estuvo otra vez en el exterior se dejó caer.
Recuperó un mínimo de cordura, y se percató de lo sucedido.
El frío del vacío parecía no querer abandonarlo. Levantó la vista y vio el suelo escarchado, su reflejo en el piso de hielo. Todo a su alrededor había cambiado.
Un frío glacial envolvía la totalidad del paisaje. Montículos níveos se erguían donde antes había dunas de arena amarillenta. El desierto maldito se había vuelto un mar de blancura bajo el cielo encapotado de gris.
El mundo había cambiado. La entidad en el Vacío lo había devuelto a la ilusión que consideraba realidad. Y a cambio de la revelación, que había destrozado sus ahora banales ambiciones, lo había arrastrado con las eras hacia el futuro de la Tierra, justo al momento en que la visión había desaparecido.
Se puso de pie, con los ojos desorbitados, deslizando su capucha hacia atrás. Aquél ser antediluviano se quedó inmóvil como una estatua, observaba el gélido llano que parecía extenderse sin confines delante suyo.

Envuelto en sus abultados ropajes, el explorador caminaba con lenta dificultad sobre el suelo congelado.
Aunque un temor incomprensible lo embargara y no deseara alejarse de su base, la curiosidad había sido más fuerte. A fuerza de insistencias había logrado convencer al jefe de investigaciones que le permitiera volver al lugar del extraño hallazgo.
No podía sacarse de la mente el rostro de la criatura que habían encontrado hacía apenas unas horas, a pocos metros de donde se encontraba en ese momento. Un ser antropomórfico desconocido, una criatura homínida de rasgos que asemejaban a un ser reptiloide, incrustado en el hielo como un insecto atrapado en ámbar.
Le había resultado horrible contemplarlo, a la vez que no lograba sacárselo de la mente. No tanto por sus extrañas ropas, semejantes a unas elaboradas túnicas monacales, ni por su inconcebible estado de conservación, sino por la máscara de horror que tenía grabada en el rostro, exacerbada por sus ojos desorbitados.
El explorador se estremeció tratando de pensar la situación con rigor científico. Se concentró en las consecuencias y la conmoción que provocaría a nivel mundial si se llegaba a conocer el descubrimiento de ese ser incatalogable en las mesetas antárticas.
Mientras se disponía a explorar los alrededores en busca de nuevos indicios del extraño y reciente descubrimiento, un sonido lo asaltó. Un zumbido extraño, que parecía menos audible que perceptible en su mente. Le pareció que provenía de unos promontorios cercanos, y notó que, entre los montículos de hielo, una negra abertura parecía insinuarse.
Su instinto le dijo que se alejara, pero la curiosidad fue más fuerte. Sus pasos se encaminaron con cautela hacia aquél llamado tenue, que comenzaba a acompañarse, para su sorpresa, de lo que parecía el tañido melancólico y estridente de una flauta en la lejanía. 


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