viernes, 5 de octubre de 2012

Más allá del umbral

Publicado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Relato detectivesco I"
Canción para el relato: Nox Arcana, Threshold of madness, del disco "Blackthorn Asylum"

Ellian apresuró el paso, no tanto por la molesta y fría llovizna que la noche le estaba obsequiando, sino por el desagrado de pensar que el suelo bajo sus pies estaba literalmente hecho de cuerpos humanos. La Isla de los Muertos, como se la conocía desde la Edad Media, había funcionado como depósito de cadáveres durante la peste negra. Todos los muertos iban a parar a las fosas excavadas en la isla para ser purificados por el fuego. Y también todos los aún vivos que presentaban algún signo de la enfermedad.
Pero más estremecedor que esta idea era el siniestro edificio que tenía frente a sí: el abandonado asilo para enfermos mentales, levantado varios siglos después de la peste negra como un intento darle nueva utilidad a la isla. Se erguía delante suyo, silencioso y decadente. Se detuvo en la entrada, frente a la boca abierta de la construcción, observando sus puertas derrumbadas y rotas, y la melancólica torre de campanario que lo remataba.
Encendió su linterna, iluminó el interior recubierto de escombros, y se dispuso a ingresar. A pesar del rechazo que le generaba el lugar, no había ido hasta allí para volverse atrás sólo por lo espeluznante que resultaba. No era la primera vez que se aventuraba sin compañía a un lugar cargado de un halo así de tétrico. Pero había algo allí que le inquietaba más que cualquier otro lugar visitado en sus largos años de investigaciones paranormales.
Los Santos Inocentes, tal era el nombre del asilo, estaba cargado de una historia que le quitaba el sueño a parapsicólogos y detectives de lo sobrenatural. Y Ellian no era la excepción. La historia le había atrapado desde que se anotició de ella: una noche, algunos años luego de que comenzara a funcionar la institución, todos sus habitantes habían desaparecido, no dejando más rastro que unas inexplicables manchas de sangre regadas por doquier. Las autoridades locales no habían logrado hallar una explicación ni rastro alguno de los desaparecidos. A lo largo de los años el caso pasó a juntar polvo en los archivos, dejando sólo la leyenda, alimentada por el hecho de que había sido imposible repoblar el asilo o darle utilidad nueva, debido a las macabras historias que empezaron a poblar el imaginario local y los testimonios de los pocos que habían intentado pasar una noche en la isla, y que habían huido espantados ante los constantes gemidos y gritos que aparecían con la oscuridad.
Recordando esta historia, Ellian recorrió el vestíbulo, comenzando su investigación para desentrañar el antiguo misterio de la desaparición del personal y los enfermos del asilo. Se acercó a una puerta de doble hoja, que se abrió con un sonido sordo, dándole paso a un amplio y oscuro pasillo, apenas iluminado por la gris luminiscencia que entraba por los ventanales a los lados del corredor. Inspeccionó cada rincón mientras avanzaba. Escombros y periódicos carcomidos llenaban el suelo, carteleras atestadas de papeles amarillentos cubrían los muros. Con todos sus sentidos atentos llegó al final del corredor, donde otra puerta de doble hoja le aguardaba. La empujó, abriéndose paso a otro pasillo. El mismo panorama desolado se le presentó, pero algo le puso en alerta. Se detuvo a mitad de camino, iluminó algunos escombros y carteles. Y el corazón le empezó a latir con fuerza, al percatarse que los mismos exactos objetos y letreros del pasillo anterior estaban allí. La linterna parpadeó varias veces hasta apagarse, y una campana repicó en la lejanía.
Ellian golpeó con nerviosismo la linterna, pero en seguida se detuvo. Algo, al otro lado del pasillo apareció. Un presencia invisible que parecía observarle y acercarse silenciosamente. Ellian retrocedió, tratando de escrutar la oscuridad, evitando mostrarle temor a esa entidad que parecía acecharle. Se volvió violentamente para escapar hacia el vestíbulo, pero no logró hacerlo. Antes que pudiera volverse, un grito desgarrador resonó en sus oídos, un clamor fantasmal tan violento que le hizo perder el conocimiento. Entonces, todo a su alrededor se volvió oscuridad.

Un sonido extraño, como el de un taladro eléctrico, le despertó. Ellian se encontraba en el suelo de una habitación apenas iluminada, pero no había allí taladros ni nada parecido. Sólo silencio. Se puso de pie y caminó con sigilo entre el mobiliario, consistente en algunas camas oxidadas y polvorientas. Se acercó a una de las ventanas, todas ellas fuertemente tapiadas, y observó por una pequeña rendija. El cielo en el exterior era una capa de nubes moviéndose a una velocidad vertiginosa y antinatural, lo que hizo que Ellian se apartara de inmediato.
Caminó por la habitación en penumbras, hasta que halló una salida que daba a un pasillo no menos desolado. A cada lado, varias puertas más comunicaban con habitaciones similares. Se trataba de un piso de dormitorios. A pesar del insidioso aroma rancio y la escasa luz, investigó cada una de ellos, sin encontrar algo de interés.
Salió de la última habitación y vio al final del pasillo una rendija de luz que señalaba una puerta. Se acercó, empujándola suavemente. Una luminiscencia ocre emergió desde la habitación, bañando el oscuro pasillo y la sigilosa figura de Ellian. Un mundo extraño apareció ante sus ojos, una sala de juegos iluminada por un tenue resplandor dorado que no parecía provenir de ningún lugar visible. Había juegos de mesa y otros juguetes dispersos sobre muebles desvencijados o desparramados sobre el suelo. Inspeccionó la habitación, recorriendo con la mirada a su alrededor. No había nada fuera de lo común, incluso todo parecía demasiado normal para ese extraño lugar.
Entonces un sonido le sobresaltó, y cuando miró en su dirección, vio algo en el suelo. Se acercó con cuidado y lo levantó. No parecía tener nada fuera de lo común, era sólo un muñeco de tela que parecía haberse caído de un mueble cercano. Pero un destello atravesó su mente súbitamente, llenándola de voces: «¡Devuélvelo, no te pertenece, debes dejarlo aquí! ¡Te sedaré si no lo dejas! ¡No hay nada en la oscuridad! ¡No hay nadie en el campanario!»
Volvió en si, oyendo otra vez el tañido de las campanas, ya no tan lejanas como antes. Un gorgoteo resonó a su lado, una mancha húmeda en la pared que comenzaba a crecer rápidamente. Una protuberancia emergió con rapidez desde la mancha, un brazo tembloroso que le arrebató el muñeco de la mano y lo arrojó a un lado. Dio un rápido paso hacia atrás, alejándose del trémulo miembro. Otra protuberancia emergió en ese instante, justo al lado del brazo, un rostro agonizante y con los ojos vendados, rematado por un tocado de enfermería.
Ellian se estremeció, nunca se le había aparecido una entidad de forma tan vívida, con tanta violencia y materialidad. La cabeza monstruosa comenzó a gemir, mientras más protuberancias le surgían alrededor: otro brazo y dos piernas femeninas, conformando una araña monstruosa prendida de la pared. Otras cabezas surgieron, otras piernas y brazos, otras arañas colgando de muros y techo. Agonizantes y cargadas de odio, todas tenían los ojos vendados, debajo de los cuales comenzaron a surgir hilos de sangre.
Con sus voces moribundas comenzaron a gritar: — ¡Están en la oscuridad, ellos tocan las campanas! ¡Ellos los podían ver! ¡Nosotros no quisimos ver, no pudimos ver! ¡Ahora somos como ellos! – gritaban las criaturas.
Un vendaje, que pareció surgir de la nada, se enroscó en el brazo de Ellian. Trató de zafarse, pero otro más apareció inmovilizándole el otro brazo. Se debatió una y otra vez, hasta que algo se enroscó sobre su cabeza, cubriéndole los ojos. Luchó hasta lograr romper las vendas que le aprisionaban, y tan pronto como pudo se quitó la que le cubría los ojos. Parecía estar en otro lugar, completamente a oscuras. Se sentó en el suelo, en medio de la negrura. Se abrazó las rodillas, como si fuera un niño asustado, tratando de calmarse y convencerse que nada de aquello era real, sólo ilusiones fantasmales como tantas que había presenciado antes. Y trató también de negar la horrible sensación de que algo le estaba observando desde algún lugar en ese mar de sombras que le rodeaba.

Ellian se puso de pie, con el corazón palpitándole fuertemente. Tanteó buscando algún punto de referencia en la oscuridad. Con pasos vacilantes, su mano chocó contra lo que parecía otra puerta. La atravesó, encontrando un sitio iluminado por lámparas eléctricas. Parecía una especie de sala quirúrgica. A los lados había mesas de operaciones, llenas de instrumental que parecían más instrumentos de tortura que de curación. Sobre un estante había trece frascos perfectamente alineados y numerados. Dentro de ellos, exceptuado el último, flotaban cabezas de muñecas. Cabezas de porcelana con el siniestro detalle de tener la frente perforada.
En la pared opuesta había un conjunto de cámaras mortuorias, y frente a ellas una camilla. Ellian se acercó a observarla. Sobre la sábana, unas manchas de sangre dibujaban vagamente una figura humana. Tocó apenas el borde, y otro destello surcó su mente: «Muerte cerebral, no ha resistido ¿¡Pero qué es eso?!»
Con un grito resonando un su cabeza, Ellian salió del violento trance. Una imagen se le grabó en la mente, un hombre vestido de médico, atrapado en una red de lazos rojos, y algunas personas horrorizadas huyendo de su lado. Un sonido llamó su atención en ese instante. Uno de los frascos comenzó a formar burbujas, sacudiendo la cabeza de muñeca que flotaba en su interior. Ellian se acercó a observar. Las luces de pronto se apagaron. La campana volvió a repicar, y la misma luminiscencia ocre llenó la habitación. Observó con horror como la cabeza de muñeca comenzaba a hincharse, tomando la textura de la piel humana, apretujando y desfigurando sus facciones contra el vidrio. Una de las puertillas de las cámaras mortuorias se abrió de golpe, expulsando un cuerpo decapitado, vestido con delantal médico. Entonces la camilla comenzó a inclinarse, levitando en posición vertical. La sábana se hinchó, resbalando y dejando a la vista un cuerpo tembloroso, vestido también con delantal. Tenía los párpados cocidos y estaba sujeto a la camilla con correas.
Ellian se apartó de inmediato. Unas descargas eléctricas hicieron saltar chispas desde las lámparas, un zumbido comenzó a elevarse. Como un relámpago, las descargas eléctricas comenzaron a convulsionar el cuerpo, la espuma surgió a borbotones desde la boca, y Ellian se tapó los oídos para no escuchar el grito del torturado. Toda la habitación colapsó, lanzando chispas y descargas, y Ellian se apresuró a escapar.
Atravesó la puerta, dejando atrás un grito agudo y estridente que fue seguido de una explosión. Del otro lado de la puerta, la oscuridad le volvió a recibir. Y el silencio. El corazón le palpitaba fuertemente. Se volvió, pero la sala de operaciones había desaparecido. Tan rápido como pudo, recuperó el aliento y volvió a caminar en la negrura.

Los pasos presurosos de Ellian resonaban estrepitosamente en los oscuros corredores. Podía sentir el nauseabundo olor a humedad, como si estuviera en un laberinto subterráneo de cavernas pútridas. Casi al borde del cansancio, divisó más adelante una débil luz. Avanzando hacia ella llegó a un amplio corredor. De alguna forma intuyó que se encontraba varios metros por debajo del suelo.
Había celdas a los lados, con los barrotes oxidados y carcomidos. En una de ellas algo pendía del techo, una bolsa que parecía contener un cuerpo humano. En la siguiente, otra bolsa con figura humana se hallaba tendida en el suelo, fuertemente ataba con correas, delineando mejor aún las formas corporales. Ellian avanzó, notando que sobre cada celda un letrero las numeraba, empezando desde el “1”. En varias de ellas encontraba cuerpos igualmente envueltos y en extrañas posiciones. En las dos últimas, sus ocupantes estaban sentados sobre sillas que parecían tener un curioso mecanismo giratorio. Pero la número “13”, que encabezaba el pasillo, se hallaba vacía.
Ellian tocó los barrotes, y en ese momento los cuerpos en las celdas a los lados comenzaron a girar en sus sillas. La luz volvió a tornarse ocre, y las campanas volvieron a repicar con fuerza. Para su horror, vio que los cuerpos comenzaban a contorsionarse, lanzando gemidos que emulaban a un quejido humano. La celda vacía frente a sí, la celda número “13”, resonó con un estrépito sordo. La pared del fondo comenzó girar sobre su eje, volteándose y mostrando del otro lado a un hombre corpulento vestido con ropas de enfermero, sujetado al muro con cadenas y con la cabeza cubierta con una bolsa de tela. Luchaba por soltarse, pero las cadenas se apretaban incrustándosele en el cuerpo, descuartizándolo lentamente. Apartó la vista, pero no pudo evitar oír los gritos apagados que emergían debajo de la bolsa. Cuando cesaron, la verja de la celda cayó estrepitosamente, permitiéndole el paso. Ellian levantó la vista. En la pared había aparecido una puerta. Entró en la celda, evitando los restos mutilados y el charco de sangre, y atravesó la puerta.

El lugar estaba iluminado con candelabros. Apenas puso un pie en la habitación, la puerta se cerró a sus espaldas. Trató de abrirla, pero estaba fuertemente cerrada. Parecía ser un despacho. Al otro lado, detrás del escritorio, había una mesa con algunas muñecas de porcelana finamente vestidas, y sobre ellas, el retrato de un hombre mayor de rostro delgado y pulcro. Los ojos, que parecían observarlo, eran taimados y penetrantes. No pudo evitar contar las muñecas: había exactamente trece. Sobre el escritorio, un pequeño letrero anunciaba a su poseedor: Dr. Philippe Salpêtrière. A su lado había una grabadora de cinta. Ellian trató de hacerla funcionar sin éxito, y luego se dispuso a revisar cada rincón del lugar.
En uno de los archivadores encontró unos historiales clínicos con los nombres de los pacientes acompañados de números. Leyó atentamente cada uno de ellos, sin encontrar nada más que un mar de síndromes, observaciones y prescripciones. Finalmente llegó al último, el número trece, Emil Martel. Algo llamó su atención. Entre las hojas del historial había un esquema del cerebro humano en corte sagital. En medio del encéfalo, una anotación señalaba la “glándula pineal”. El diagnóstico del paciente indicaba hebefrenia, y resaltaba un conjunto sintomático de delirios de culpa y persecución, alucinaciones visuales y auditivas. Pero lo que más llamó la atención de Ellian fueron las notas manuscritas en los márgenes: “telequinesis”, “percepción extrasensorial”, “telepatía”. Debajo había otra nota más extensa: “Conexión interdimensional mediante estimulación del centro perceptivo. El umbral de la locura. La PUERTA.”
Ellian notó que había algo debajo de los papeles: una magnum perfectamente plateada. Comprobó que había tres balas en el cargador y en ese momento la grabadora sobre el escritorio se puso en funcionamiento: «Demencia, paranoia psicótica, comportamiento sociopático… la ciencia… aún hay casos extremos de difícil cura y explicación... el camino a esta revelación yace más allá del umbral de la locura…»
Ellian se acercó para oír mejor la entrecortada grabación: «Un camino para atravesar... debe estar despierto, pero con los ojos cerrados… electrodos en la membrana de la glándula… algunos de los sujetos no han sobrevivido… trece. Los resultados podrían conmocionar todas las concepciones acerca del tiempo y el espacio.»
La cinta se detuvo, y las campanas volvieron a sonar. La pared opuesta al retrato del director comenzó a abrirse, mostrando una oscura grieta. Aferrando el arma, Ellian tomó un candelabro e iluminó la grieta recién abierta. Una escalera descendía a unas profundidades difíciles de precisar. Se aclaró la garganta juntando valor, y comenzó a bajar los escalones.

El descenso le pareció interminable. El último de los escalones desembocaba en una especie de capilla subterránea, con un amplio techo abovedado. A los lados, en nichos ojivales, varias figuras se erguían, seis a cada lado, como santos de nombres olvidados. Se acercó el final de la improvisada nave, donde un enorme crucifijo pendía de la pared, un Cristo hecho en piedra negra a cuyos pies había un altar. Sobre el mismo, una hiedra había crecido, brotando de un cáliz, colmándolo de unas extrañas flores rojas. La inusual planta se expandía por sobre todo el altar, trepando por el muro, entrelazándose con el Cristo de piedra.
Ellian miró por encima de sí. El techo abovedado estaba hendido, un túnel vertical subía desde el mismo, perdiéndose de vista. Dejó el candelabro en el suelo, y en ese momento las campanas comenzaron a repicar fuertemente. El sonido descendió desde el túnel en el techo, estremeciendo toda la habitación.
Todo se trastornó al instante. Las figuras a los lados se contorsionaron, tornándose en cuerpos desollados y sin rostro, temblorosos en sus nichos. Ellian vio que la hiedra del altar comenzó a enrojecerse. El altar se transformó en una camilla, la planta en una masa antropomórfica, viscosa y sanguinolenta, y sus flores en un corazón que desprendía un aroma infecto. Entonces el Cristo de la cruz se movió. Ellian contempló con horror cómo las facciones adquirían vida, cómo la hiedra que lo envolvía se tornaba en tentáculos rojizos que se incrustaban en aquel cuerpo agonizante clavado a la cruz, en sus ojos y oídos.
El hombre emitió un gemido lastimoso: — Mátame, por piedad…
Ellian respiró profundo, sintiendo asco por la dantesca imagen frente a sí. Tomó con fuerza el arma. Incluso ante ese horror, pudo mantener la mente fría para unir las piezas de aquél rompecabezas en el que se hallaba. Había llegado el momento decisivo.

Se sentó sobre una roca luego de dejar el bote en la orilla. Faltaban algunos minutos para el amanecer. Observó la lejana Isla de los Muertos, al otro lado de las aguas. Sacó su grabadora personal: — Podría decirse que este caso finalmente está resuelto. La misteriosa desaparición de los habitantes del asilo de los Santos Inocentes fue consecuencia de los experimentos realizados por la perversa mente del director del hospicio, Philippe Salpêtrière…
Dejó de hablar. Nombrar al director le recordó el momento en que lo había liberado, disparándole al corazón del deformado cuerpo del paciente trece. Nunca olvidaría al despojo de Salpêtrière, retorciéndose y suplicándole ayuda con su voz gutural y casi inaudible. Y tampoco olvidaría las garras fantasmales que habían surgido del suelo, arrancándole el alma al siniestro doctor, arrastrándola con ellos a su infierno. Todo el lugar había cambiado en ese momento, volviendo a la normalidad, convirtiéndose en una simple capilla abandonada en el patio del hospicio. Lo último que vio Ellian de esa dimensión fantasmagórica fue el cuerpo del paciente trece, Emil Martel, transformarse en una figura humana translúcida, reposando tranquilamente sobre el altar con el rostro lleno de paz, para luego desvanecerse con un suave destello.
Esa había sido la forma de liberar la maldición, dándole reposo al cuerpo todavía vivo de Emil, que mantenía también con vida y en interminable agonía a aquél que le había torturado para llevar a cabo sus experimentos. Aparentemente Salpêtrière había comprendido que los enfermos mentales eran capaces de percibir los fantasmas que pululaban en la isla, esos que tocaban las campanas cuando llegaba la oscuridad. Había decidido experimentar con ellos para poder atravesar el umbral que separa ambos mundos, creyendo que era posible conectarlos estimulándoles la glándula pineal, considerándola el centro de la percepción extrasensorial. Había experimentado con varios de ellos, doce en total, dejando al final a Emil, que no sólo presentaba trastornos psíquicos, sino que parecía poseer otras habilidades mentales, como la telequinesis y la telepatía. Era su mejor espécimen.
Pero el experimento había fallado. La perforación craneal seguida de estimulación eléctrica no fue resistida por Emil, terminando en muerte cerebral. En ese momento su cuerpo se transformó en la puerta de entrada para las entidades sufrientes, atrapando al director mientras sus cómplices y testigos trataban de escapar en vano. Todo el infierno se había desatado, encerrando a los habitantes del hospicio en un limbo intermedio entre la realidad y el abismo.
Ellian retrocedió la cinta y guardó su grabadora. La Isla de los muertos parecía un cadáver flotando en el lago, envuelto en una mortaja de niebla. No había informado a nadie sobre su decisión de realizar esta investigación, y pensó que lo mejor era dejar con vida las leyendas que tanto divertían a los turistas. Lo único importante era que los muertos ya podían descansar en paz. O agonizar en el infierno que ellos mismos se habían creado. 


El acantilado

Publicado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Fantasía marítima I"
Canción para el relato: Nox Arcana, Ghost Ship, del disco "Phantoms of the High Seas"

Le aterraba el mar, pero siempre regresaba. En esas noches, cuando el cielo vestía su mortaja tormentosa y amenazaba con derramar su llanto sobre el mundo, la oscura letanía volvía a susurrarle su lastimoso lamento, instándolo a volver al acantilado.
Jamás había logrado resistírsele. Y allí estaba una vez más, hechizado por el cántico fantasmal, arrastrado contra su voluntad hasta el reborde rocoso y la abrupta hendidura que ante él se abría hacia el mar.
Trató de no mirar hacia las oscuras aguas del acantilado, pero le fue imposible. Apenas delineadas por la tenue luz, unas rocas afiladas se erguían por encima de la superficie, formando un amplio círculo en cuyo interior se mecían suavemente las aguas, con un ritmo hipnótico y sobrenatural.
Pasaron instantes eternos, en los cuales fue incapaz de apartar la mirada de aquel siniestro paisaje. Entonces las primeras gotas cayeron sobre él y una fría brisa lo acarició fugazmente. La tormenta estaba por comenzar.
Trató de dar un paso hacia atrás, pero algo lo retuvo. Una fuerza inexplicable pareció anclarlo al suelo, grilletes invisibles que lo sujetaron de súbito. Sabía que cualquier resistencia era vana, y se apresuró a buscar en la oscuridad del horizonte, como si con ello pudiera acelerar la inminente tortura. Entonces la tormenta se desató, convirtiendo la oscuridad en un caos de lluvia y viento. En medio de aquel inhóspito paisaje siguió buscando aquello que tarde o temprano aparecería.
Finalmente, luego de instantes eternos de búsqueda desesperada, una silueta lejana apareció, apenas visible bajo la intermitente luz de los relámpagos. Una victima que se debatía entre el oleaje, tratando inútilmente de sostenerse a flote entre las olas embravecidas. Gritó hacia la embarcación, como si su grito pudiera atravesar la distancia, rasgando el viento y la precipitación, una advertencia inútil ahogada por los gemidos lastimosos del vendaval.
En ese momento un trueno resonó con fuerza, como tambores redoblando justo antes de una ejecución. El lamento de la noche entonces fue subiendo de tono, un aullido desencajado y siniestro. La letanía se transformó entonces en una furiosa estridencia hecha de truenos y viento, de olas rompiendo contra rocas y lluvia desatada.
El involuntario testigo de la macabra sinfonía se estremeció, su figura se inclinó hacia el borde del acantilado como si estuviera por arrojarse al vacío. Pero no era ese su destino, no había sido convocado como víctima. Era sólo un espectador del rito que estaba a punto de iniciarse.
De la misma manera antinatural que siempre ocurría, sus percepciones se trastornaron. Como si su pensamiento fuera arrastrado fuera de sí, pudo ver con claridad la condenada embarcación que era juguete de las olas. Pudo oír los maderos rechinando, el sonido de las velas rasgándose, los mástiles crujiendo como si fueran a ser arrancados de sus basamentos. Y los gritos. Los gritos de desesperación de los tripulantes, vociferaciones ininteligibles en el fragor de la tempestad.
Entonces sus ojos vieron con mayor claridad. La cubierta del galeón se le hizo nítida, oscilando de un lado a otro, asaltada por las crestas del mar, manos colosales meciendo la embarcación en un violento arrullo, ahogando la cubierta con sus salinas aguas. Algunas siluetas, sombras fugaces presas de la desesperación, gritaban y corrían de un lado a otro, tratando de evitar ser arrastradas por los embates hacia la impenetrable negrura del mar.
Pero el observador, desde el acantilado, sabía que incluso esa desesperación era sólo el preámbulo del horror. Un infeliz en el galeón fue apresado por una de las acuosas garras y arrastrado sin piedad hacia el océano. Y en ese momento toda la visión se volvió borrosa; siluetas y gritos se fueron disolviendo.
Entonces la voz principal de la siniestra canción, hasta entonces silente y expectante, resonó estruendosamente en sus oídos. Un bramido surgido desde las profundidades desconocidas del mundo, reclamando su atención. Su mirada se volvió otra vez al abismo bajo sus pies, el espacio hasta entonces calmo entre las rocas afiladas, que súbitamente se había convertido en un hervidero de negrura.
Saliendo de su horror fascinado, volvió a mirar la embarcación. Las olas la arrastraban, acercándola hacia el acantilado, como fieles sirvientes transportando una ofrenda ritual. Fue entonces cuando sintió cómo el abismo abría finalmente sus puertas.
Las aguas agitadas bajo el acantilado comenzaron a contorsionarse con violencia, acompañadas de un estrépito sordo y gutural. Un hoyo comenzó a formarse en medio de la circunferencia custodia por las rocas, una grieta creciente en la agitada superficie.
La boca infernal se abría, cada vez más grande, arrastrando las negras aguas hacia sus desconocidas fosas. Observando esa grieta demoníaca, ese vórtice que parecía conectar con la sima del mundo, lanzó un grito de horror. Y su voz pareció hacerse una con los gritos de desesperación que surgían desde el barco condenado al sacrificio.
Las olas siguieron arrastrando el galeón, hasta que la proa chocó contra la primera hilera de rocas puntiagudas, colmillos relamidos por acuosas lenguas negras, deleitadas por el manjar que estaban a punto de degustar. Un mástil se quebró en ese momento, estrellándose contra la borda y haciendo tambalear aún más a la embarcación.
El remolino siguió arrastrando a su víctima hacia su centro abierto y voraz. Los maderos se quebraban violentamente cuando golpeaban contra las hileras de rocas. Impelido por la vorágine, el desvencijado galeón se golpeó una y otra vez, destrozándose irremediablemente.
Cuando sólo un despojo del cuerpo principal quedó en pie, un violento rayo surcó el cielo, iluminando el fatídico momento en que la embarcación, con todo lo que pudiera quedar en ella, fue arrastrada hacia el abismo. Ni los rayos pudieron iluminar la negrura del vórtice infernal, mostrando el fondo de aquella grieta gigantesca que parecía conducir a las profundidades ignotas del océano.
Un estruendo coronó el final del banquete macabro, sumiendo todo en la oscuridad. El observador entonces creyó ver las rocas convertidas en verdaderos colmillos amarillentos de marfil, rodeando unas fauces colosales, babeantes de espuma de mar. Lentamente el vórtice fue disminuyendo su tamaño, mientras la tormenta comenzaba a calmar. Pasó un tiempo que le fue imposible de medir. Los rayos cesaron. La tormenta se transformó en lluvia y el vendaval en brisa. Y los truenos se volvieron apenas un eco lejano, resonando tenuemente en sus oídos.
Se sostuvo allí, al borde del acantilado; y aunque ya no se sentía atrapado por grilletes invisibles, el horror de lo presenciado no le permitió moverse. Siguió observando las aguas, nuevamente tranquilas, con la misma quietud sobrenatural de antes.
Apenas una fina llovizna caía desde el cielo plomizo, que empezaba a iluminarse con la llegada del amanecer. Abajo, entre las aguas, flotaban restos de la embarcación, maderos destrozados. Huesos desechados luego del macabro festín.
Entonces pudo divisar una figura flotando en medio de los despojos. Una silueta tiesa, que parecía el mascarón fantasmagórico del barco destruido. Pero no era una figura tallada en madera, sino un pálido cadáver que se había resistido a ser engullido.
Observó el cuerpo que flotaba en la ondulada superficie. Los rasgos desencajados por el horror de la muerte le resultaron familiares, incluso en la distancia. Trató de aguzar sus ojos para observar detenidamente sus facciones, pero le fue imposible. La visión se le nubló al instante, y todo a su alrededor comenzó a desvanecerse como si se tratara de un espejismo.
Entonces, los primeros rayos del sol rasgaron el manto de nubes, abriéndose paso hasta las oscuras aguas, devolviéndole su color verde azulado. Las rocas negras del acantilado recuperaron su tono gris, salpicado por el verdor de las algas.
Y ya no hubo maderos a la deriva, ni cadáver alguno flotando en la superficie. Tampoco observadores en lo alto del acantilado. Y no los habría hasta que el cielo borrascoso volviera a elevar su oscura letanía, y las antiguas historias de almas condenadas y fantasmagóricos galeones fueran exhumadas, tan sólo para repetirse, una y otra vez, al compás del estrépito de los truenos y bajo la luz de los relámpagos.
Hasta entonces, guardadas en sus tumbas submarinas, las ignoradas historias del acantilado podrían volver a descansar.



Las puertas del cielo

Publicado originalmente en www.fantasiaepica.com para el concurso "Futuro imperfecto I"

Se detuvo cuando la vio. Como una perla brillante en medio de la negrura, la luminosa ciudad se erguía a lo lejos. Su sueño finalmente se había hecho realidad.
Apenas se sostenía en pie por el agotamiento y el entumecimiento de sus miembros. Sin embargo, su atención estaba puesta en la refulgente ciudad. Era más hermosa de lo que la había soñado. Brillante y majestuosa sobre el difuso horizonte.
Era imposible contar los días que llevaba buscándola. El cielo cubierto jamás se despejaba, sumiendo al mundo entero en un crepúsculo perpetuo, gris y decadente, que borraba cualquier indicio del paso del tiempo.
Las imágenes inconexas de guerra, violencia, ciudades en llamas y desastres naturales cada tanto lo asaltaban. Pero la realidad a su alrededor se había trastornado completamente, y esas imágenes le resultaban sólo unos recuerdos extraños e inconsistentes.
Como si las antiguas escrituras y profecías se hubieran finalmente consumado, el mundo estaba transformado en un desierto de devastación y oscuridad que parecía amalgamar la tierra conocida con una dimensión caótica de horror y desolación.
La cáscara sin vida de la tierra se había vuelto una vasta llanura, surcada de montañas afiladas, y hendida por abismos gigantescos cuya negrura parecía conectar con las entrañas mismas del mundo. El agua se había transformado en un líquido hediondo que exhalaba vapores pestilentes, y casi todos los seres vivos habían desaparecido. Plantas y animales habían abandonado el mundo sin dejar rastro. Sólo quedaba el despojo de la humanidad.
Pero él estaba solo entre los demás. Todos los sobrevivientes con los que se encontraba parecían sumergidos en un trance inconmovible. Sonámbulos que gemían y aullaban de forma demencial, moviéndose en manadas o vagando solitariamente. Él era uno de estos últimos, y había dejado de acercarse a otros cuando los encontraba. Había comprendido que la comunicación humana había desaparecido. Él mismo ya se sentía incapaz de articular palabra. Era otra sombra, otra entidad enajenada deambulando por el mundo.
Y esa demencia que veía en los demás también la sentía en él mismo, dominándolo insidiosamente, como una sombra macabra creciendo en su interior, destruyendo su cordura. Cada vez le resultaba más trabajoso mantener la consciencia de sí mismo. No podía recordar ni su propio nombre. Era un anónimo más entre otros. Uno más de los tantos que habían perdido el deseo y la necesidad de alimento, agua o aire. Sólo el dolor permanecía en sus cuerpos. Parecía que la muerte los había abandonado a su suerte, negándoles su hoz liberadora, condenándolos a ser espectros errabundos, cuyo único apremio parecía consistir en el creciente deseo de volver a contemplar la luz.
Porque la luz aún existía en el mundo. La imagen de las criaturas que la portaban se había transformado en una obsesión para él. No sabía qué eran esas criaturas, pero quería creer que eran ángeles. Ángeles que visitaban ese infierno recordándoles a los desquiciados humanos que la luz aún existía. Eran heraldos de esperanza.
Había visto varios de esos ángeles desde que la oscuridad había caído sobre el mundo, pero cada vez eran más escasos. Atesoraba, con lo que le quedaba de voluntad, el recuerdo del último que había visto. Lo había contemplado como una silueta luminosa, caminando sigilosamente entre las ruinas de lo que alguna vez había sido un pueblo. Y había corrido desesperadamente a su encuentro, atraído por su luz.
Pero el ángel había huido de él. Le suplicó a gritos que no escapara, que no lo abandonara, y apelando a lo que le quedaba de fuerzas logró alcanzarlo. Apenas hizo contacto con la criatura trató de aferrarse a ella, pero ésta se le deshizo entre los brazos. Y mientras los jirones de luz se desvanecían se llevó las manos compulsivamente al rostro besando la luminosidad, como si deseara beber de ella antes que se disipara. La negrura en su interior pareció retroceder ligeramente en ese momento, renovando su fuerza y dándole algo de alivio a su dolor.
Fue entonces cuando comenzaron las ensoñaciones. Cada vez que se recostaba, intentado descansar, las imágenes de la ciudad lo asaltaban. Una ciudad sagrada, edificada en piedras preciosas, adornada con fuentes de luz bendita.
Y ahora estaba delante de él, cada vez más cerca, coronada de torres de cristal. La ciudad prometida, la esperanza con la que había estado soñando.
Su corazón le decía que allí habitaban esos ángeles. Un lugar colmado de bendiciones que podrían calmar su sed de luz y vida. Sentía que era el pasaje a la redención, las Puertas del Cielo, para todo el que tuviera la voluntad de limpiar las tinieblas interiores y conservara el deseo de abandonar aquél infierno.
Con sus pasos vacilantes se fue acercando a la ciudad. El brillo de su luminosidad lo subyugó. Miró por encima de ella y pudo contemplar el cielo despejado. Parecía un vórtice arremolinado justo encima de la ciudad, permitiendo el paso de la luz del día.
Entonces, el silencio reinante se rompió por un coro celestial que llegó a sus oídos. Una música surgiendo desde las altas torres iridiscentes. Extasiado, sintiendo que la fe volvía a él, apresuró sus pasos hacia el gran arco de entrada.
Entonces apareció. Un ser luminoso le salió al paso desde la ciudad, acercándosele. Su silueta radiante y de indescriptibles facciones avanzaba como flotando al ras del suelo. Trató de correr hacia la divina criatura, el ángel surgido desde el umbral del Paraíso.
La luz del ser llegaba a él, cálida e intensa, llenándolo de regocijo y de promesas de eterna felicidad. El ser extendió su brazo en gesto de bienvenida, y la luz pareció surgir más brillante desde su mano celestial.
La luz entonces lo envolvió, una caricia cálida que le hizo perder el control de sí mismo y el esfuerzo por mantener juicio. Se dejó inundar por el resplandor, sintiendo que toda la sombra que había en su interior lo abandonaba, que recuperaba su verdadero ser, que se disipaba toda la confusión que durante tanto tiempo lo había hecho agonizar.
Anegado por estas emociones y por el bendito resplandor, por fin pudo dejar de pensar.

La mujer observó detenidamente el cuerpo que yacía frente a ella. Cuando estuvo segura que no volvería a levantarse, bajó su arma. Se acercó, observando el cadáver medio putrefacto, envuelto en harapos. De la cabeza destrozada salía una sangre oscura y pestilente, esparciéndose sobre el suelo polvoriento.
Cada vez eran menos los no-muertos que se acercaban a la ciudad. Pero ningún ser humano había aparecido en meses. Por un momento había creído que el joven que se acercaba era un sobreviviente, pero cuando lo tuvo más cerca y vio sus ojos inyectados en sangre y su voraz boca babeante, perdió toda esperanza de que fuera un ser vivo. Le había volado la cabeza de un disparo justo cuando se abalanzaba sobre ella.
Observó alrededor, pero no había otros movimientos, ni de vivos ni de muertos. Todo seguía siendo un páramo desolado bajo el encapotado cielo gris. Una tierra inerte luego de la destrucción masiva de la última gran guerra, y de las catástrofes naturales que le sucedieron.
Dio media vuelta, preguntándose si ella y los demás habitantes de la ciudad eran los únicos que quedaban vivos en el planeta, los únicos sobrevivientes a la epidemia que había convertido a la mayor parte de la población en bestias hambrientas de carne humana.
Desde sus torres, las maquinarias de purificación del aire se habían puesto a funcionar nuevamente, rompiendo el silencio de los alrededores con su monótono ruido.
Miró hacia el cielo abierto sobre la ciudad y la luz del sol que se filtraba desde ese claro entre las nubes contaminadas. Una tenue luz de esperanza para los pocos humanos, plantas y animales que la ciudad aún albergaba.

“Y me llevó en el Espíritu a un gran y alto monte, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante a una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal”.

Apocalipsis, 21:10